Esta plácida desidia

Hay un aire de abandono, de quietud no buscada, cuando lo que por mucho tiempo estuviste esperando se acerca, pasa y se va. Ya no quedan más expectativas, ya no tendrán sentido los planes, las previsiones. Simplemente te quedas sumido en un limbo de experiencias que comienzan a tomar ese matiz fabulado de lo que nos ha hecho felices alguna vez. Lo mitificas, y el pasado se vuelve un campo sólido de recuerdos que sólo acepta valores absolutos: amor, alegría, felicidad en fin. Y así se va tejiendo la vida hacia atrás, a retazos de recuerdos e invenciones, resultando imposible reconocer dónde comienza la experiencia real y dónde la ficcionada. Creo que la infelicidad se vale también de estos disfraces y artificios donde los sentimientos se homogeneizan y entonces todo pasa a ser una desgracia a pesar de que en aquel momento así no lo pareciese.

Cuando todo vuelve a la normalidad -la rutina de la casa, la lavadora, la secadora, los comentarios habituales-, no hay manera de asumir los días pasados desde una óptica real, pues lo real y lo normal se hermanan mientras lo distinto - dormir en otra cama, hurgar la maleta antes de bañarte- se idealiza por la sola presencia de quienes estuvieron allí contigo. La navidad da para esto y mucho más: da para volverte niña ansiosa por sus regalos, malcriada; da para abrazar a todo el mundo con la excusa de ir acumulando el cariño para el resto del año. También alcanza para volverte artificialmente melancólica y escribir cosas como éstas. Quizá ésta sea realmente la salida lógica del asunto: asumir mi normalidad con pereza, hambre biblio-cine-fílica, mientras intento traducir este sociego necio y medio autista en letras.